Tener un perro es como tener la vida y la muerte entre tus manos. No, no estoy hablando de su vida y de su muerte, que también.
Estoy hablando de la tuya.
Es el sí y el no conjugándose, casi nunca armoniosamente, más bien atropelladamente.
Es la esclavitud, la condena de sacarlo a pasear todos los días de tu vida, perdón, de su vida (aunque a ti te parezca que será hasta tu muerte), y es, a la vez, la libertad de ese instante mágico en que le miras y te mira y vuestras miradas se funden en lo más parecido a la eternidad.
Es sacarlo a la calle un día de lluvia y darte de tortazos contra el viento gélido cuando todo tu cuerpo, todo tu ser te pide quedarte en la cama, o acurrucarte en el sofá para seguir viendo tu serie favorita. O escribir ese texto que justo ahora las musas te acaban de dictar, y que se esfuma en cuanto sus enormes ojos se clavan en ti implorando que lo dejes todo.
Es abrir los ojos por la mañana y que la primera visión sea su carita redonda aplastada sobre la almohada, y el primer sonido, su respiración, como si el mundo hubiera empezado con su pequeña y tierna existencia pegada a la tuya.
Es arrastrarte por el parque con cara de pocos amigos, o encontrarte con otro, igual de pringado, que evita mirarte cuando tú ya le has saludado, o al contrario, se acerca ignorando todas tus señales de indiferencia para darte un sopapo de realidad en el instante en que desearías seguir caminando cual zombi por la vida.
Es sentir su calor en una noche fría de invierno y volver a ese vientre materno donde ningún peligro acechaba, donde nada amenazaba tu paz y donde todo estaba donde tenía que estar.
Es envidiar la libertad de otros, soñar con viajes exóticos, sentirte marginada por elección.
Y es regresar a casa y encontrarlo mirando por la ventana preguntándose cuándo volverás. Es sentir su felicidad renovarse con cada reencuentro, aunque solo hayas bajado al supermercado de la esquina.
Es pagar para trabajar sin un solo día de vacaciones, y a la vez, sentir que estás perpetuamente de vacaciones junto a él y no necesitar nada más que su presencia.
Es sacrificar ese último bocado, siempre el más apetitoso, para, cual maga, convertir tu frustración en su felicidad… y la tuya.
Es tener que renunciar a cualquier plan, cualquier relación, cualquier sueño que no le incluya a él. Y es sentir también que, gracias a él, no has dado ningún paso en falso.
Es como detener tu vida por unos años, encerrarla entre paréntesis, sin saber hasta cuándo, y lo peor, sin atreverte a decidir si ese día será el día de tu liberación o el día de tu muerte.
Supongo que no es tan distinto de tener un hijo. Lo amas por encima de todo y no podrías vivir sin él, pero que nadie te pregunte si es bueno o malo tener un perro, que es casi como preguntarte si te ha gustado nacer.
Es la aventura de vivir. Asumir que, sea cual sea nuestra elección, trae consigo una responsabilidad, y que cada día trae su alegría como trae también su afán.
Que, por un instante de sentido (más que de felicidad), estamos dispuestos a lanzarnos por el precipicio para sumergirnos en un manantial de lágrimas, y salir, después, purificados.

Texto y fotografías: Susana Gómez Cacho